Stellar Blade, PC Review: una licuadora eficaz de apocalipsis cibernético, muñequitas inflables y distopías grandilocuentes

Ahora vemos como en un mal espejo, veladamente, pero entonces veremos cara a cara.
1 Corintios, 13:12
La más hermosa niña del mundo
puede dar sólo lo que tiene para dar.
Música para pastillas, Los Redondos
- La historia de la cebolla
La propuesta de Stellar Blade no inventa ninguna rueda. Más bien hace lo opuesto. Como una cebolla que va desplegando capas y capas de nutritivo e idóneo aroma para la cópula entre seres, o como una “tarta de 700 capas” (la frase se la atribuye a sí mismo el director Ridley Scott, durante el rodaje de Blade Runner, a su propio estilo cinematográfico), el título desarrollado por Shift Up toma elementos estéticos, alguna que otra temática y un par de giros argumentales de películas o series icónicas como Ghost in the Shell, Serial Experiments Lain, Matrix, etc. Acto continuo, postula casi inmediatamente –a la manera de una premisa que, evidentemente, tiene por objeto enganchar desde el inicio– sus presupuestos y planteamientos, sin demasiadas preocupaciones o circunloquios, es decir, los deja en la superficie de una idea a priori sugerente pero finalmente abstracta, acaso intrascendente. Dicho de manera más brutal: comprime y dosifica para el fácil entendimiento del espectador. Inusualmente, esta misma tarta, que oscila una y otra vez entre la paranoia conspirativa y el lugar común del mesianismo redentor, funciona bastante bien, sobre todo si se dejan a un lado las implicancias religiosas de ciertos términos o nombres propios, o se hace la vista gorda a ciertas inconsistencias del devenir de la trama y, por ende, se presta especial atención a las mecánicas, la presentación, la diversidad de enemigos y la jugabilidad: lo suficientemente desafiante para aquellos habituales del hack and slash o del soulslike, pero, al mismo tiempo, más o menos condescendiente como para no caer en la injusticia total de espantar al manco o al advenedizo de turno.

No obstante, más allá de las cualidades inherentes de los subgéneros mencionados y del gameplay propiamente dicho, la historia, por los motivos antes expuestos, es casi la misma de siempre. El planeta Tierra ha sido invadido y consecuentemente tomado por unos monstruitos muy diversos y peculiares que llevan el nombre nada arbitrario de Naytibas. Mientras tanto, la humanidad ha perdido la guerra o, en su defecto, ese es el cuentito que circula entre los pocos sobrevivientes que aún se atreven a vivir en la ciudad amurallada de Xion (no confundir con Zion, de los hermanos Wachowski, ni con la metrópolis grisácea y mecanizada de Midgar, de Final Fantasy VII). Los demás terrícolas, por su parte, han escapado del sistema solar, o están perdidos y dispersos en distintos cúmulos estelares. La estrategia del repliegue implica una simple y mera táctica bélica, que, al menos hasta el momento del comienzo del juego, no ha surtido mucho efecto que digamos. Como todo buen soldadito que huye de la batalla y se repliega con el propósito de un contrataque inminente, la humanidad, o parte de la humanidad, ha logrado efectivamente salvarse, pero, en sentido estricto, no realiza otra actividad más que la de procrastinar, sumida y aletargada en un ostracismo indolente. En este caso, han ocupado y establecido varias colonias todo alrededor del espacio y, de cuando en cuando, mandan algún que otro Escuadrón Aéreo a la superficie del otrora planeta habitable, como para ver qué onda. Y eso es todo. De hecho, ni siquiera la protagonista, Eve, a quien los habitantes de Xion llaman una y otra vez “ángel” (no confundir con Tabris, decimoséptimo ángel de Evangelion), tiene conocimiento, al menos durante sus primeros pasos y tropiezos, del estado actual y real en el que se encuentra sumido el planeta, que es, antes que un ecosistema silvestre y multicultural, apenas un “páramo desolado”: aunque esta confirmación apocalíptica, conforme transcurran las vicisitudes, va a ir poco a poco modificándose.
Así las cosas, el Escuadrón Numero VII, liderado por la comandante Tachy, logra un aterrizaje forzado en la Tierra: los demás fracasaron porque o bien fueron debidamente masacrados o bien recopilaron información insuficiente para los propósitos de derrotar a los nuevos ocupantes. Tachy encuentra convenientemente a Eve y ambas se dirigen –entre escombros, rayos, misiles, explosiones, radares gigantes tambaleantes y cuerpos mutilados que caen desde el cielo– a un sector en el que, de acuerdo a unas coordenadas previamente establecidas o una simple maniobra del azar, se halla un espécimen inusualmente peligroso de Naytiba: un Naytiba alfa, negro y desprovisto de conmiseración alguna, que termina asesinando a Tachy, cercenándole un bracito y cortándola de lado a lado merced a una extremidad ósea, imponente e implacable en partes iguales. El desembarco, muy en la línea Michael Bay, de estos ángeles sobre la superficie planetaria, es posible gracias a unos “trajes” particulares, que se amoldan ceñidamente a la silueta elástica y grácil de estas bravas muchachitas y les otorgan, en suma, habilidades particulares. Se trata de “conjuntos fabricados especialmente por la Madre Esfera. Cubren el cuerpo de la integrante del Escuadrón Aéreo y se despliegan independientemente, o bien se expanden y contraen según la situación. En otras palabras, son como una piel viva”. Cualquier similitud con la cyborg Motoko Kusanagi es, claramente, pura coincidencia.

Ya deambulando por las callecitas casi despobladas de Xion, van apareciendo –en los rincones menos explorados, en las entradas de los bares con los característicos carteles de neón, en los caminos semi desiertos y en los callejones revestidos de las perennes luminarias fluorescentes, que contrastan invariablemente con los claroscuros de los interiores– afiches y flyers por doquier. Este conjunto heterogéneo de escritos, lleno de preguntitas recurrentes, no hace más que intentar adosar una aparente complejidad a un argumento más bien sencillo y laxo. A saber: ¿quién es realmente la autoproclamada Madre Esfera? ¿Tiene alguna relación con la empresa aeroespacial Orca? ¿Quiénes pusieron al descubierto la efectividad de los pulsos electromagnéticos que, granada de pulso mediante, desactivan las defensas de los Naytibas? Uno de estos panfletos, sin ir más lejos, advierte sobre la necedad de confiar en un supuesto ser intergaláctico, que traerá milagrosamente la liberación absoluta de la bastardeada raza humana: “¿Pero quién es, exactamente, esta Mother Sphere? Nuestra salvación individual no tiene ninguna importancia para la salvación de la humanidad. La Madre Esfera nos conoce, pero no nos recuerda”.
Después la trama se va complicando más y más. Aparece una empresa militar privada bajo los órdenes de otra empresa privada, que, por supuesto, está en permanente disputa con los intereses comerciales de los cuidadnos comunes de Xion. Hay conflictos bélicos muy propios del “Tercer Mundo”. Hay una “cruel limpieza étnica llevada a cabo por la EMP”. Hay un mapa geopolítico en incesante guerra por la distribución nunca equitativa de los recursos y, en el medio de todo este quilombo de tira y afloje, se produce una invasión alienígena cuya ambición ultima y esencial (además de destruir cuanta cosa viviente se le cruce por delante) se mantiene en el más absoluto misterio, al menos durante los primeros treinta y cinco minutos.
“¿No es el miedo un resultado de la conciencia del ser?”, se pregunta un legionario anónimo y enmascarado, que no es Heidegger, y que es prácticamente idéntico a todos los demás legionarios anónimos y enmascarados que pululan en el universo derruido de Stellar Blade. Según la bitácora hallada en el cuerpo de este desgraciado, y de otros que andan tirados al borde de un precipicio, o apoyados sobre una columna destartalada, con el cuerpo desarticulado, quebrado, una pierna rota y el gesto estéril de la mano tendida en el suelo arenoso: según esta suculenta y opípara información, entonces, recopilada a regañadientes con la fuerza desordenada de los últimos estertores, los Naytibas no sienten miedo, ya que responden más a un estímulo visceral o a un instinto primordialmente animal, que a un plan preconcebido por una mente matemática, cartesiana, empirista, positivista y, por ende, mucho muy superior a cualquier otra que postule un mero “estado de ahí” de las cosas, un ocultamiento, un “no-ahí”. Otro sujeto innominado, un poquito menos gagá que el anterior, escribe que “el miedo es una sensación que nace del ego”, y los Naytibas, aunque esto él no lo dice, son seres despersonalizados, lívidos, carentes de cualquier noción humana de identidad o historicidad y, por eso mismo, “no dan tregua”: su belicosidad es imperante, desaprensiva, total. Si esto fuera efectivamente así, si alguien controlara a los monstruitos como marionetas medievales: ¿quiénes son, se preguntan varios de estos sagaces legionarios, los verdaderos responsables de la invasión? Estos endriagos lunáticos, que andan siempre aptos para el combate más diverso, ¿están fehacientemente vivos o son manipulados por alguna voluntad inextricable, extemporánea y hostil? Y, sobre todo: ¿por qué atacan a los afables sapiens, amigables seres humanos, que encima responden como pueden, esto es, huyendo y escondiéndose como ratas?

Todo lo anterior, en realidad, más o menos al pedo. Y esto sucede por dos cuestiones. En primer lugar, porque dichas ideas se tornan más tarde en explicaciones sesudas, en laberínticos rodeos insustanciales, en plot twists baratos (no hay, ni por asomo, la sutileza de un “would you kindly” a lo BioShock) o, finalmente, en hechos fácticos sumamente predecibles: “He descubierto una verdad maravillosa sobre la Extinción de la Colonia: la verdadera traidora está en el espacio, pero no lo grabaré aquí, no tengo suficiente RAM”. En segundo lugar, porque esas mismas nociones quedan en el plano de lo intocable, de lo desinfectado, como si fueran consecuencia directa de un exabrupto un tanto candoroso e inútil, exento de filtros, es decir, permanecen en el terreno de una lectura explícita, literal, sin ambages, sin huecos que permitan germinar la duda, la introspección o, en el mejor de los casos, la experiencia inusitada del asombro. A este respecto, la mayoría de los razonamientos que involucran las bitácoras de los legionarios parecen, antes que manifestaciones verosímiles de adultos responsables, textos escritos por nenitos de jardín de infantes que están dando sus primeros pasitos en el descubrimiento de la lengua materna.
Por lo tanto, las dos o tres líneas argumentales, las misiones secundarias y la narrativa en general del universo de Stellar Blade se vuelven casi un engorro, el esfuerzo que hay que ir superando más allá de las numerosas virtudes de la jugabilidad: se tornan, por eso, preámbulos puros, ideas preconcebidas y algo genéricas, retazos de lugares comunes del cyberpunk más elemental, pedazos de una tarta de 700 capas que no logra ni siquiera engalanar, aunque más no sea, una de sus tantas y llamativas capitas.
2. Cambalache y progresismo de cotillón
Luego del breve preámbulo del inicio, que sirve paralelamente como un efímero y fugaz tutorial, el juego se abre y se expande al jugador. Aparece a la vista, en todo su esplendor crepuscular, un escenario que recuerda mínimamente a la Manhattan inundada de Steven Spielberg, en Inteligencia Artificial: no exenta, sin embargo, de ese conductismo implacable y esa manipulación emocional que aúnan la “marca de fábrica del realizador” (la frase se la diagnostica al director el crítico James Hoberman, a propósito de La terminal y Munich).
Ese ambiente mimético, que apela a una inmersión genérica, apocalípticamente predeterminada, se observa precisamente en ese momento iniciático de Stellar Blade: edificios y rascacielos en ruinas, de los que brotan chorros constantes de agua contaminada; incontables calles anegadas, de las que asoman, acá y allá, el tronco de un árbol podrido o un pedazo de pasto miserable; frentes de casas abandonadas y fachadas de negocios destrozadas, con los clásicos tubos de luz deslumbrantes y parpadeantes; una rueda de la fortuna gigante, oscurecida y derruida por la humedad, como un resabio de un parque de diversiones que se adivina a lo lejos, entre la lluvia, la inundación y la bruma inalterables; las vías de un tren descarrillado incrustadas justo a la mitad de una avenida neurálgica de la ciudad, que conduce, asimismo, a otras construcciones en decadencia y en desuso.

En ese contexto prominente y particularmente dichoso, la misión de Eve, además de vengar la muerte de su compañerita, es la de eliminar a todos y cada uno de los Naytibas alfa y, como si esto no fuera suficiente, al “Naytiba Supremo”. Allí mismo, entonces, conoce a Adam, un chatarrero bastante naif e inofensivo de Xion, y más tarde a Lily, una ingeniera de una expedición anterior, también naif e inofensiva, enviada a la Tierra con el mismo propósito que el de Eve: ganar la guerra contra la invasión extraterrestre. Ambos personajes van a ayudar a la actriz protagónica, claro está, conformando un trío no muy novedoso que, la mayoría de las veces, sucumbe ante conversaciones banales y chistes sumamente crédulos, que incluso rozan el límite entre lo ligeramente casto y lo verdaderamente acartonado, muy del estilo “horario de protección al menor”.
Resulta curioso que, a pesar del tono hartamente higiénico de la narrativa, carente de pulsión erótica alguna (basta con detenerse más de cinco minutos a escuchar con atención los insoportables intercambios verbales entre Adam y Lily, o entre cualquier NPC que ande deambulando perdido por Xion y la propia Eve), se hayan levantado polémicas en torno a la presunta “cosificación” de la clásica strong female character. En un artículo publicado para IGN Francia, repleto de sentido común y de panegíricos a la diversidad del mundo, se puede leer lo que sigue a continuación: “(…) where a Bayonetta stands out with an iconic character design, or a 2B from Nier Automata inspires an entire generation of cosplayers, Eve from Stellar Blade is just bland. A doll sexualized by someone you would think has never seen a woman”.
Por cuestiones que tienen más que ver con el pragmatismo y la urgencia de una misión que implica eliminar una raza entera de alienígenas, Eve en efecto es intrépida, ágil, reacia y a la vez solícita, más o menos cuestionadora del entorno circundante y de su propia identidad en tanto “tener la vivencia” de la misma, pero (según el enfoque ortodoxo del impoluto IGN) con la figura extremadamente hegemónica: especie de modelo simétrico occidental, fibroso y elástico, una suerte de sofisticada muñequita artificial e industrial, robótica y humana, flaca gimnasta de América, seca, austera, soviética, frívola y dotada de un hermetismo paradójicamente emancipador. Un poco como Nozomi en Air Doll, de Hirokazu Koreeda; como la furibunda Ash en Avalon, de Mamoru Oshii; como la introspectiva y recóndita Iwakura en Serial Experiments Lain, de Ryutaro Nakamura; como Faye Valentine en Cowboy Bebop, o, en última instancia, como la ya referida comandante Kusanagi en Ghost in the Shell: aunque sin el carisma irreverente, ni la densidad existencial, ni la personalidad lisérgica y casi lunar, ni la soledad incontrastable, ni el humor ácido o la perspicacia implacable de ninguna de las anteriores.
En este mismo sentido, constituye una ironía sumamente conveniente que –por citar un ejemplo concerniente al cinéfilo, ecuánime y siempre bien amado Hideo Kojima– no se hayan levantado voces en detrimento de las representaciones femeniles de Eva Sears (que encarna a la perfección, junto con el prototipo del “agente doble”, la idea de la femme fatale con el escote irrevocablemente entreabierto y predispuesto a la miradita indecorosa y más o menos voyeur) o de Quiet: ambos personajes de Metal Gear Solid 3 y 5, respectivamente. Pero, sobre todo, de la última de las citadas, quien, además de no poder literalmente hablar por tener parásitos en las cuerdas vocales y de estar prácticamente en bolas toda la extensión de la aventura, es sometida a una cantidad ingente de planos y de enfoques enrevesados en los que, haciendo gala de una autoestimulación hedonista, el jugador es capaz de observar y apreciar, presionando un par de botones en el instante preciso, cada uno de sus exuberantes atributos. Probablemente esta función o feature indispensable hubiera sido de mal gusto en Death Stranding, con actrices nada hegemónicas como Léa Seydoux, Margaret Qualley, Elle Fanning o Lindsay Wagner. En el gaming y en la vida mundana, o, lo que es lo mismo decir, en la industria del entretenimiento y en toda la burda comedia de la gente, para tomar una expresión a lo Roberto Arlt: doble moral reinante, falsa modestia y personas adictas al onanismo más recalcitrante, hubo y habrá siempre.

3. Monstruos
Acá sí. Acá el mundo lucubrado por Shift Up brilla. Brilla en todo su esplendor y magnificencia decadentes. Hay monstruos para todos los gustos, para todos los colores. Hay monstruos a rolete, como para tirar manteca al techo, como para no defraudar a ninguna Greta Thunberg, a ningún hippie con Osde. Se dividen en varias clases o subespecies: esbirro, guerrero, élite y alfa. La mayoría presenta una apariencia similar, aunque dicha apariencia va mutando a medida que avanza la aventura y se van adaptando al entorno circundante: arrancando los núcleos de las criaturas vivientes y adjuntándolos a sus propios tentáculos. Ostentan una figura entre rudimentaria, en el sentido turbio y pesado del término, entre salvaje y granítica: una suerte de exoesqueleto rodea una figura desprovista de piel, siempre en carne viva, surcada de costras y cicatrices rojas, como filigranas de sangre palpitante que recorren cada una de sus bellas extremidades, a menudo provistas de armas sumamente insalubres para el futuro del adversario: martillos, pinches, espadas cancerígenas, you name it. Su cerebro está corroído por el paso del tiempo (¿a quién no le pasa?), circunstancia que los convierte en especímenes singularmente equipados para mancillar el vestidito de cualquier waifu desprevenida, de cualquier Barbie pulcramente peinada.
Los “abaddones”, por ejemplo, son “bestias que tienen la apariencia de animales salidos del fondo del océano, con el cuerpo dividido, púas que crecen irregularmente y un cuerno circular eléctrico en la cabeza”. En realidad, su piel es como la de un anciano decrépito pero inusualmente voraz, con un vientre hinchado, cubierto de bolsas duras y espinosas, los hombros quemados y una espada con forma de serrucho en cada una de sus manitos alargadas. Otros, como los “cricket boomers” o sus equivalentes “slashers”, parecen aliens esbeltos y altos: un bulto cerrado en el abdomen y una cabeza que es la imagen perfecta de la personificación o la metáfora de un glande. Los “observadores” o “beholders” son la copia descarada del Demogorgon en Stranger Things, a su vez copia descarada de otros innumerables demiurgos infernales y miltonianos, a su vez fuente mitológica de, etc.: el rostro abierto y retorcido, el cráneo un triángulo isósceles invertido, en el interior un solo punto brillante y amarillo, detrás del cual se adivina un sistema de arterias envenenadas e interconectadas. Los “brutos”, mastodontes que no pretenden ser menos que sus coetáneos, llegan para dar la nota, con un grano de pus rojizo, infectado y burbujeante, listo para reventar el ojo miope del párvulo más cercano.
Siguiendo este mismo orden de monstruosidades, en una instalación subterránea de Altess Levoire, ubicada en un páramo desolado y árido de Xion, todas las investigaciones sobre cibernética e inteligencia artificial se fueron (como es menester) al garete, produciendo la inmediata transformación de los científicos que allí se ganaban el pan de cada día en consumados monstruitos: “Los experimentos clandestinos de Levoire terminaron con varios fracasos que, para evitar la contaminación bioquímica, se descartaron en bolsas para transportar cadáveres. El mundo ahora está repleto de Naytibas contaminados”. El contenido de esas bolsas es una incógnita, aunque, a los efectos del combate per se, son bultos inestables de biomateria, adefesios que se arrastran y explotan con un fuerte chasquido de tripas intestinales. En este último aspecto, los “profanadores”, antes científicos y ahora seres esqueléticos de calaveras despellejadas, recubiertas de telarañas y ramas secas, las cuencas de los ojos negras y vacías, se dedican a arrastrar estos bultitos, o “sujetos de prueba”, los cuales, de modo casi instantáneo, estallan dejando tras de sí un reguero portentoso de fluidos corporales: el despojo de un saché de leche vencida abandonado durante el verano en un supermercado chino.

Ahora bien, la misma catástrofe de Altess Levoire produjo un tipo de Naytiba élite muy peculiar, llamado “Vorágine” o “Maelstrom”, dependiendo de la traducción: una esfera enorme y peluda, llena de cabezas petrificadas y a la vez pulposas, los brazos blanquísimos brotando por doquier, una mixtura bizarra de roca granítica y protuberancias húmedas que escupe vómitos de sangre y fuego, en el centro una boca dentada que parece el agujero insondable, aunque en miniatura, de un gusano de arena de Dune. En un banco de datos, hallado dentro de la propia instalación, la información biológica reza, denodada e impersonal: “Vorágine es una abominación similar a una tempestad de contaminación”. Una oda a la écfrasis y a la abstracción descriptiva.
En resumidas cuentas, toda aquella fauna salvaje y ecléctica, atormentada por entes extraños e impredecibles, invadida por gusanos y huéspedes malditos, hubiera sin duda despertado la curiosidad y deleitado el espíritu aventurero, silvestre y minucioso de Henry Thoreau. Acaso la paradoja liminal de esta combinación de estilos sea, precisamente, la de observar, deducir, anticipar y consecuentemente atacar, merced a una premisa por lo demás insoslayable: la de efectuar cada uno de esos movimientos como si uno estuviera en la piel misma del enemigo, cara a cara, sin filtros ni caretas ni reflejos distorsionados. Es en este último apartado, el que concierne a su jugabilidad, donde Stellar Blade deja entrever decididamente su mayor virtud.
Puntaje: 8
Redacción: Enzo Servedía
Tripton Games Latam agradece, a los desarrolladores, por la copia cedida del título.